¡Hola!
La diferencia entre estar 24 horas adentro de la casa y poder entrar y salir es enorme. Enorme. Un Everest de diferencia.
Aunque los últimos meses sólo saliéramos para ir al súper, para hacer deportes, para ir cada tanto al río en bici, para ver a alguien barbijo mediante, la diferencia entre eso y estar confinado otra vez es un abismo.
El Everest. O un abismo. Como sea, es extremo.
Estar en la casa 24 horas otra vez me hizo reencontrarme con rincones que había dejado de explorar, con pelusas que habían dejado de tener tanta trascendencia, que incluso se habían vuelto más insignificantes de lo que son. Y a la inversa, ahora que vuelvo a estar adentro, es como si anduviera con una lupa encima viéndolo todo en tamaño extra large: el defecto de la pared; la tierra acumulada en la biblioteca, el desorden de los placares, la pata de la mesa que se balancea.
Porque, digámoslo aunque nos cueste alguna antipatía, reencontrarse con uno mismo estuvo buenísimo, volver a lo esencial también, tener tiempo para leer, ver series, ordenar, y amasar, también, pero... (sí, hay peros), el mundo es mucho mejor cuando se puede entrar y salir. Y aunque está claro que aquí y ahora, con este rebrote y la nueva cepa dando vueltas por Europa, hay que seguir cuidándose y no bajar la guardia, lo que más quiero en el mundo es que domemos a este virus que se ha convertido en el monotema de este año bisiesto.
Voy a pedir eso (que domemos al virus) para el arbolito de Navidad que todavía no armé porque pensaba que iba a pasar las fiestas en mi casa materna. Pero acá estamos, confinados, entre pelusas que veo por todos lados, el ruidito de la pata de la mesa que se balancea, y un pinito desarmado.
Que tengas un lindo martes (que puedas salir)
Nos vemos mañana
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